A JOSÉ MARÍA PALACIO
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!…
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entré las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…
Este poema que proponemos para el comentario crítico pertenece la serie de textos escritos por el poeta sobre la muerte su mujer, Leonor Izquierdo. Debemos destacar dos aspectos para su comprensión: la visión emotiva de las tierras castellanas, elemento habitual de los autores noventayochistas, y la aparición de elementos autobiográficos que dificulta la interpretación de ciertos poemas.
Pero, ¿quién era José María Palacio? Un amigo de Machado (y a la vez pariente de Leonor), que reside en Soria.
Para profundizar y contextualizar el poema te indicamos estos materiales:
2. El influjo de Leonor en la obra de Antonio Machado (Jesús Bozal Alfaro). Un estudio bastante completo sobre la importancia de Leonor en la poesía del poeta.
3. Antonio Machado en Soria. Página que estudia la estancia de Machado en la ciudad castellana. Algunas secciones se dedican a la relación con Leonor.
4. José María Palacio recuerda la figura de la esposa de Machado. Testimonios de la época en los que se descubre la especial devoción de Machado por Leonor.
5. Testimonios sobre Antonio Machado. Reproducimos el texto (Fuente)
Dos días en Soria
 En la “Soria fría,    Soria pura” del verso famoso, el silencio era más denso, más    profundo que en Segovia, la vida más silente y de ritmo más tenue    –no había alcázar ni cadetes, cosas de suma importancia    que no pueden ni deben prodigarse- y el cielo estaba más alto que en    Segovia y tenía más luceros.
Soria era decorado más a tono con el poeta de las “Soledades”    y las “Galerías”; por más severo y desnudo que el    de Segovia. Digo decorado por como todo hombre que no es cualquiera, uno de    tantos de los que pertenecen al gárrulo mundillo de los plurales, necesita    un decorado singular para su singularidad. Decorado para el personaje que es    todo hombre de mucha y auténtica personalidad.
En Soria el ser, estar, sentir y pensar de Antonio Machado se acentúan    y perfilan. Influencia del decorado en el hombre. En Soria Antonio Machado era    más “silencioso y misterioso” que en otros decorados. Soria    había sido su juventud de la que dan fe los versos de las “Soledades”    y las “Galerías”, el aula fría del “humilde    profesor“, la humildad de la casa que le cobija y en ella el amor saliéndole    al paso: Leonor, la esposa –niña que se llevaría la muerte-.
“¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?...”
La esposa-niña a la que Antonio no olvidará jamás. Los    hombres como Antonio no saben olvidar. Solo olvidan los necios, los superficiales,    los deshabitados. Antonio, viudo, era ya don Antonio, al que los sorianos habían    visto feliz porque paseaba del brazo de una mujer que se sonreía. Porque    la amaba no podía seguir en Soria, donde todo, la “calle vieja”,    los “álamos del río”, la “casa tan querida donde    habitaba ella”, le recuerda el bien perdido. Y huía: a Madrid,    a Baeza, a Segovia. Pero “su” decorado, el más identificado    con su personaje –a pesar de que el poeta fue hombre serio y por lo tanto    enemigo acérrimo del personajismo irrisorio- será Soria. Hoy,    decir Soria es decir Antonio Machado.
Desde entonces tuvo un gran amigo que sonreía con tanta amargura como    Heine y Larra. Se llamó Juan de Mairena.
Durante aquella mi primera estancia en la vieja ciudad castellana no vi las    famosas ruinas de Numancia que cantara Cervantes con temple y acento de gran    trágico, pero fuimos por un camino que don Antonio había paseado    mucho: el de la ermita de San Saturio, que diole a Gaya Nuño tema para    escribir un pequeño gran libro.
Y una tarde don Antonio me dejó en un café de no recuerdo qué    plaza, diciéndome:
-¿Me permite usted que salga unos momentos? Volveré pronto.
El café era uno de esos viejos cafés provincianos –alto    techo, alto mostrador, un par de columnas y en una de ellas la típica    bola de metal pulido en cuyo interior el mozo guardaba el paño de limpiar    el mármol de las mesas, diván corrido a lo largo del muro, espejos    de lámina opaca para que, cuando el café está vacío,    se contemplen en ella los fantasmas- que supongo habrá desaparecido y    que yo preferiría, por su intimidad y campechanía, a la presuntuosa    y fachendosa vulgaridad de las cafeterías de hoy.
Aquella tarde había poca gente en el de Soria. Una mesa la ocupaba un    señor alto, cenceño, amojamado, que leía “El Sol”;    otra la ocupaban cuatro jugadores de cartas; otra, yo, solitario.
Compadecido de mi soledad, se me acercaba el dueño del café.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes, señor.
Considerándolo tal vez un defecto, preguntaba el cafetero: - ¿El    señor es forastero?
- Forastero.
Y considerándolo una virtud, añadía:
- Pero amigo de don Antonio.
- Muy amigo.
- Vivió aquí en Soria unos años. Aquí se casó.    Y aquí enviudó. Viene de cuando en cuando y nunca deja de visitar    El Espino.
- ¿El Espino?
- El cementerio. Allí está enterrada Leonor, su mujer. Una muchacha    muy linda y muy enferma. Estaba enamoradísima de él. Y él    de ella.
El cafetero meneaba tristemente la cabeza. Las palabras del buen hombre hacía
más silenciosa, más solitaria, más opaca la tarde de la    vieja ciudad.
Ante mi silencio preguntábame el cafetero tras una pausa de la que ni    él ni yo sabíamos como salir:
- ¿No le he molestado al señor?
- No, hombre –protestaba yo- ni mucho menos. En Soria y de Soria nada    puede molestarme.
Agradecía, casi emocionado, el cafetero:
- Gracias, señor.
Y antes de retirarse a su atalaya del mostrador, me aseguraba: -don Antonio    es
muy sabio y muy bueno.
Cuando regresó el poeta no me dijo de dónde venía. Ni yo    se lo pregunté. Únicamente quiso saber, como disculpándose    por la tardanza: -¿Se aburrió usted mucho?
- No don Antonio. Yo no me aburro nunca.
Volví a verle otras muchas veces: en Madrid, en Segovia, en Soria. Y    por última vez, en Barcelona, cuando la guerra llegaba a su último    acto.
La Vanguardia Española.
9 de junio de 1972

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