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La neozelandesa Hamblin perdió el equilibrio y provocó también la caída de la estadounidense D`Agostino. (Reuter) |
APRENDIENDO A PERDER
Esta sociedad en la que vivimos no nos enseña a perder. Tampoco es que
nos haya enseñado bien a ganar, desde luego, y saber ganar es un
conocimiento muy importante, porque si no digieres y relativizas tu
triunfo es probable que se te fosfatinen las neuronas. Yo he visto a
algunas personas tan confundidas que creyeron que el éxito era un lugar
que habían conquistado, algo tan sólido y tan suyo como si se hubieran
comprado un chalet en la sierra; y cuando se acabó (porque todo lo que
sube, baja, y el éxito, que no es más que la mirada benevolente de los
otros, es especialmente volátil) se quedaron desconsoladas,
descolocadas, como alienígenas cuyo planeta hubiera sido repentinamente
desintegrado por una supernova.
Ha habido otras épocas mucho más conscientes de la decadencia de las cosas y de los irremediables reveses del destino
Así que saber ganar también tiene su intríngulis. Pero cuando digo
que no nos han enseñado a perder me refiero a que el fracaso, al igual
que la muerte (ese gran, inevitable fracaso de la vida), es una realidad
esencial que el mundo se empeña en ocultar. No siempre ha sido así; ha
habido otras épocas mucho más conscientes de la decadencia de las cosas y
de los irremediables reveses del destino. Ya se sabe que cuando los
generales romanos celebraban sus espectaculares desfiles de triunfo, el
esclavo que les acompañaba en la cuadriga y que sostenía sobre sus
cabezas la corona de laurel iba musitando constantemente en sus oídos:
“Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre”.
Nuestro modelo social, en cambio, ha decidido prescindir de esas
reflexiones tan fastidiosas para centrarse en el brillo y el jolgorio. A
juzgar por los anuncios publicitarios, la vida es una fiesta
interminable, lo cual tiene poquísimo que ver con la realidad, porque,
incluso en el mejor de los casos, vivir tiene su cuota de desazón y
duda. El malestar también forma parte de la existencia, igual que la
alegría, pero se diría que el espejo colectivo en el que nos miramos no
admite zonas de sombra, así que todos estamos demasiado empeñados en ser
dichosos en sesión continua, ultrafelices y megadivertidos a tiempo
completo, como si eso fuera lo normal. Y no, no es normal ni tampoco
posible, pero la consecuencia de esta mentira es que la gente no sabe
qué hacer con el desasosiego cotidiano y, en cuanto se topa con una
pequeña frustración, piensa que está deprimida. No, hombre. La depresión
es otra cosa. Que los días chirríen un poco de cuando en cuando es
inevitable, sano, hasta necesario.
Estuve reflexionando sobre todo esto en los pasados Juegos Olímpicos, esa apoteosis del triunfo personal.
En Río participaron 11.551 atletas y sólo un 10 porciento consiguió
medalla. Ahora piensen en esos miles de participantes que perdieron
Por supuesto que a mí también me emocionaron los deportistas que
subieron al podio. Son seres formidables, los mejores del mundo, titanes
que te dejan boquiabierta. Pero verán, en Río participaron 11.551
atletas de más de 200 países, y sólo un 10% consiguió medalla. Ahora
piensen en esos miles de participantes que perdieron. Piensen, sobre
todo, en los que quedaron en los cuartos puestos, tal vez a una milésima
de segundo del bronce. Nadie se acordará de ellos. No constarán en los
anales. Probablemente llevaban cuatro años, o más, viviendo única y
exclusivamente para llegar a Río. Un dilatado tiempo de sacrificio. Y es
posible que ya no puedan alcanzar los próximos Juegos. Muchos de ellos
han desaprovechado, digamos, la oportunidad de su vida. Eso sí que es
fracasar por todo lo alto.
Y ¿saben qué? Los admiro. Creo que los admiro aún más que a los
ganadores. Pienso que la prueba a la que se enfrentan es más difícil.
Una hazaña doblemente heroica por anónima. Conseguir colocar todo eso,
hacer frente a la propia decepción y a la de los demás, no caer en la
culpa, en la paranoia, en la ira, en el arrepentimiento inútil, en el
melodramatismo de pensar que has tirado varios años de tu existencia, en
la búsqueda de chivos expiatorios y en tantas otras trampas venenosas a
las que puede conducirnos la frustración. Me gustaría saber más de
ellos y de cómo sobrellevan esa silenciosa proeza olímpica, porque no
hay ser humano que no haya conocido el sabor de la derrota y quiero
aprender de su fortaleza. Ya sé que es preciosa la alegría de los
ganadores, pero si los Juegos pueden enseñarnos algo es sobre todo eso: a
perder.
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